sábado, 14 de julio de 2012

Cualquiera de nosotros podría ser Javier

Javier fue mi compañero de mesa en el instituto un par de cursos. Compañero también de salidas en bicicleta, uno de mis amigos en los ratos libres, alguien muy cercano.
Poco tiempo después de comenzar los estudios en la universidad, recibí, como los demás, una llamada: Javier había tenido un accidente de coche.
Afloró rápidamente a mi memoria el coche de Javier. Ese del que tan orgulloso estaba, que me había enseñado hacía solo unas semanas, porque había logrado ganárselo con el sudor de su frente, trabajando en el negocio familiar. Ahora aquel coche era el verdugo de Javier.
Semanas más tarde, tras contemplar a diario a través de un cristal cómo Javier luchaba por despertar, el fatídico desenlace: Javier había dejado de vivir.
Recuerdo especialmente el dolor de sus padres, a quienes ahora que tengo dos hijas entiendo mejor que nunca. Tengo claro que habrían dado su vida sin dudarlo un instante por su hijo. Todos lo haríamos. Pero no es posible. Cada vida es única. Cada instante es único. Cada minuto puede ser el último, ¿cómo podemos permitirnos el desaprovecharlos?.

Yo podría ser Javier.
Cualquiera de nosotros podría ser Javier.
Todos nosotros seremos algún día Javier.

Sin embargo, la vida no se pierde en el instante en que pereces. Se pierde cuando no la  saboreas, cuando no la compartes, cuando no lo has dado todo en cada momento. Y, sobre todo, cuando no amas.